Isidro Baldenegro, imprescindible luchador social,
descanse en paz, justicia ya
John M. Ackerman
La
llegada de Donald Trump a la Casa Blanca constituye una excelente oportunidad
para que los mexicanos recordemos y defendamos la grandeza de la historia, la
cultura, la naturaleza y la economía de nuestro país. No se trata, desde luego,
de emular el nativismo patriotero del bárbaro ignorante que ahora comanda el
gobierno del país vecino, sino todo lo contrario. Habría que rescatar las
mejores tradiciones de luchas republicanas, sincretismo cosmopolita e
internacionalismo libertario que siempre han estado presentes a lo largo de la
historia de México.
Estados
Unidos es un país construido a partir de la muerte y la rapiña. Aquel país
nació con el genocidio de los pueblos indígenas, creció a partir de la sangre
de los esclavos secuestrados de la costa de África y consolidó su predominio
mundial en función de sus constantes intervenciones extranjeras, sobre todo en
América Latina. La “libertad” de la que se goza en Estados Unidos es
estrictamente empresarial y capitalista. Al norte del Río Bravo, el valor
humano se mide en dólares y el éxito profesional depende de eliminar y humillar
al adversario.
Tres
libros de lectura esencial para entender como se ha forjado la actual Estado-nación
estadounidense son: A People´s History of the United States, de Howard
Zinn, War and Revolution, de Domenico Losurdo y Fear Itself, de
Ira Katznelson. Estas tres obras, a la vez históricas y filosóficas,
transparentan los cimientos podridos de un país cuya enorme riqueza y poderío
militar están construidos encima de una trágica bancarrota moral, racista e
intolerante.
Hay, sin
duda, muchos estadounidenses dignos y ha habido grandes luchas sociales en
aquel país. Sin embargo, las actuales estructuras de poder dominante y
coordenadas del debate público suelen sofocar al pensamiento crítico y matar
las utopías transformadoras.
La elección de Trump, entonces, no fue una mera coincidencia, sino el resultado de procesos históricos y culturales profundamente arraigados. Solamente una radical revolución de conciencias, desde la raíz y a lo largo de muchos años podría voltear la tortilla al norte de la frontera.
En
México, en contraste, esta misma transformación necesaria se encuentra más al
alcance de la mano. México cuenta con una enorme reserva moral construida a lo
largo de cientos de años de luchas y de conquistas populares. Nuestra primera
fortaleza son los pueblos indígenas que han resistido con enorme valentía los
embates del poder y hoy se encuentran en una posición mucho más fuerte y
presente que sus hermanos y hermanas en los Estados Unidos. Una segunda
fortaleza clave es nuestra Constitución Política, un documento profundamente
social redactado a partir de una de las grandes revoluciones mundiales del
siglo XX y que cumplirá 100 años el próximo 5 de febrero.
Una
rápida comparación entre los grandes líderes políticos en la historia de México
y los Estados Unidos es esclarecedora. George Washington era un terrateniente
dueño de cientos de esclavos. José María Morelos, en contraste, era un
afrodescendiente que abolió la esclavitud desde el primer momento.
Abraham
Lincoln se enfrentó a los terratenientes del sur durante la Guerra Civil, pero
siempre desde una posición de fuerza y comodidad, ya que contaba con el fuerte
respaldo de los intereses financieros más retrógrados del norte. Benito Juárez,
en cambio, tuvo que vivir años a salto de mata protegido solamente por su
pueblo, hasta su improbable pero glorioso triunfo en contra de los
franceses.
Franklin
Roosevelt transigió y pactó tanto con los terratenientes esclavistas del sur
como con los grandes industriales del norte para impulsar sus reformas del New
Deal. En contraste, el general Lázaro Cárdenas jamás cayó en la lógica
pactista sino que se alió abiertamente con los campesinos, los obreros y los indígenas
para combatir frontalmente a los oligarcas y hacendados en todo el país.
Y Emiliano Zapata o Pancho Villa simplemente no tienen parangón en los Estados Unidos. No es gratuito que hayan generado tanta atención de grandes historiadores estadounidenses como John Womack y Enrique Katz, quienes en sus respectivas biografías magistrales reconocen el carácter absolutamente sui generis de estos grandes líderes mexicanos.
La
diferencia esencial entre los líderes del norte y los del sur del Río Bravo es
que en México el liderazgo auténtico siempre se construye desde abajo, con la
gente y a favor de una transformación social profunda. En los Estados Unidos el
elitismo es la norma y el pueblo es normalmente considerado un estorbo. Tenemos
que rechazar de manera contundente la idea malinchista y neocolonial promovida
por intelectuales seguidores de la escuela de Octavio Paz de que los líderes
mexicanos serían “caudillos” atrasados e incultos mientras los líderes del
norte serían de alguna manera más “modernos”, “liberales” o visionarios.
México
evidentemente también ha tenido periodos muy oscuros en su historia. El momento
actual en que una pequeña mafia se ha dedicado a robar a manos llenas, reprimir
al pueblo y vender el país es un claro ejemplo. Enrique Peña Nieto inició su
gestión con la aspiración de ser tan temido como Porfirio Díaz, pero ha
resultado más repudiado y vilipendiado que Victoriano Huerta.
Por
fortuna, cada vez que se agudizan demasiado las contradicciones sociales, el
pueblo mexicano ha tenido la inteligencia y la valentía de levantarse para
imponer una nueva dirección a la historia. Ocurrió a principios del siglo XIX
con la Independencia, de nuevo a mediados del siglo XlX con la Reforma, y una
vez más al inicio del siglo XX con la Revolución. Hoy, a principios del siglo
XXI, el pueblo una vez más se encuentra en medio de un levantamiento
generalizado a favor de la renovación de la República.
Contrapongamos
la sofisticación y el sincretismo profundo del sur a los simplismos y las
intolerancias de los bárbaros del norte. Cada crisis implica una oportunidad.
Ahora es un gran momento para volver a valorarnos y a defender la nación.
Twitter:
@JohnMAckerman
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