Guillermo Almeyra
Desde la segunda Guerra Mundial y los campos de concentración nazis, los goulags soviéticos, Hiroshima y Nagasaki, las dictaduras y los genocidios, el mundo está instalado en la barbarie. Los gobernantes, preocupados sólo por la tasa de ganancia de los grandes capitales a los que favorece la superexplotación de los trabajadores, corresponden fielmente a esa barbarie. Un ejemplo de ello es Donald Trump, negador del cambio climático a pesar de que los huracanes devastan varios estados de su país y lo harán aún más en el futuro, a medida que se calienten las aguas del Atlántico, hoy a 30 grados en el Caribe y África. Pero no es el único, ya que la dinastía monárquico-comunista de los Kim en Corea del Norte recuerda en todo y por todo el Medioevo asiático y el desarrollo salvaje del capitalismo chino, a costa del ambiente y de las personas, que con la contaminación del aire y de los ríos enferma gravemente o mata a millones de personas.
Desde el punto de vista social, en muchas cosas estamos de vuelta en el siglo XIX. El gran capital minero, forestal o agroindustrial despoja y depreda los bienes comunes. Decenas de millones de campesinos en Asia, África y América Latina son arrojados cada año hacia las grandes ciudades donde viven en condiciones inhumanas y con trabajos precarios, otras decenas de millones más venden su mano de obra por debajo del valor de reproducción de la misma para fabricar en grandes maquiladoras las ropas de las marcas de lujo con horarios de trabajo y condiciones laborales esclavistas y salarios ínfimos. Además, el capital financiero mundial conquistó la agricultura –compró enormes territorios en África con la mano de obra incluida, como en Rusia antes de la Revolución de 1917 o en el Medioevo europeo–, domina los territorios, subordina a su imperio hasta los pueblos de las selvas o del Ártico. Reaparecieron también el trabajo infantil y el trabajo esclavo.
Nunca ha habido tantos obreros industriales en escala mundial y, como hace dos siglos, nunca ha habido tan baja conciencia de clase entre esos explotados, tanta desorganización, tan poca independencia política, tal aceptación fatalista de la ideología de sus opresores y dominadores. Como a mediados del siglo XIX, siempre a escala mundial, nunca fueron proporcionalmente tan pocos los anticapitalistas (socialistas, anarquistas, comunistas), tan feroz la competencia entre los trabajadores de los distintos países ni tantos los pervertidos por el nacionalismo xenófobo y el racismo que les vacunan contra el internacionalismo.
Esa es la base de los ataques a los derechos sociales y a los derechos humanos que perpetran cotidianamente otros Trumps menos trogloditas, como la inglesa May, el presidente francés Macron o el socio argentino de Trump, Mauricio Macri.
Los sindicatos están debilitados y afilian sólo entre 5 y 10 por ciento de la mano de obra en Francia o en Estados Unidos y en la gran mayoría de los países no existen y son ilegales o agrupan sólo pequeños sectores de los trabajadores. En China y Rusia, como en otros países, los sindicatos legales son meros instrumentos de los gobiernos para disciplinar y explotar mejor a los trabajadores e impedir que éstos, mediante su autoorganización e independencia política, respondan a los intereses de los trabajadores en su lucha contra los patrones y el capitalismo monopólico o de Estado.
Además, los sindicalizados padecen la burocratización de sus organizaciones, en las que los dirigentes burocratizados se preocupan antes que nada por la supervivencia de la base de sus privilegios, o sea, del aparato o la central sindical, y por la compatibilidad de sus decisiones con "lo que es posible" en el mercado, y aceptan, por lo tanto, el régimen de explotación capitalista en vez de tratar de abolirlo. En la contradicción entre la presión de sus bases, que quieren ser defendidas de la ofensiva patronal, y la de los patrones y el gobierno, con los cuales negocian, ceden algo a los afiliados y mucho al capitalismo.
Los empresarios, sin embargo, no toleran ni siquiera estos sindicatos domesticados, pues quieren aumentar su tasa de ganancia reduciendo los salarios reales (educación, sanidad, jubilaciones y pensiones, prestaciones de todo tipo). Por eso lanzan una ofensiva a fondo contra los sindicatos y todo lo obtenido en los últimos cien años debido al temor capitalista al peligro para ellos del socialismo. Los despidos masivos y la fuga de capitales no les bastan: quieren anular toda resistencia. Instalan la barbarie dentro de la barbarie
Macron, por ejemplo, pretende en su reforma del Código del Trabajo que los obreros ferroviarios –que hoy se jubilan a los 52 años– se retiren a los 70 (cuando estén ya en sillas de rueda). Quiere imponer también la anulación de los contratos de trabajo por rama industrial (las empresas con muchos obreros obtenían mejores salarios y condiciones de trabajo, que se extendían a las menores) y pretende que en las empresas de menos de 50 trabajadores el contrato se decida aprobando o rechazando con un referéndum empresarial la propuesta del patrón, sin intervención sindical. Además, reduce a la mitad las indemnizaciones por despido injustificado y facilita los despidos. Previendo las resistencias, compró el apoyo de FO (Force Ouvrière, socialista de derecha) y de la social-cristiana CFDT para aislar y romper la CGT (comunista-socialista de izquierda).
Macri hace lo mismo con los diversos grupos que integran la CGT argentina y reprime salvajemente para disminuir la resistencia de las bases sindicales a los despidos y desapariciones y la presión de dichas bases sobre los burócratas sindicales.
Para resistir y vencer esta ofensiva es necesaria la unión de los trabajadores y de los sindicatos de diferentes gremios y tendencias detrás de la consigna: ¡Si tocan a uno, nos golpean a todos!
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